jueves, 16 de septiembre de 2021

Milagro en la Cómoda

San Gerardo
Dentro de su Ataúd, el cuerpo de mi difunto padre está en la sala de la casa, unos minutos antes lo habían preparado en su habitación, aquellas casas de antes, solían conectarse con arcadas de puertas dispuestas entre sus muros, permitiendo visualizar de la primera a la última habitación; esto era para permitir a la brisa fresca penetrar desde el ventanal de la primera habitación, hasta el final de la hilera de cuartos, de tal modo, que mi curiosidad pueril prestó atención al momento cuando una inmensa aguja era introducida en la barriga de mi padre por el operario de la funeraria. 

Unos días antes, mi padre salía de la casa sostenido por dos auxiliares sobre una camilla y colocado sobre la parte trasera de una ambulancia, cuando cerraron la compuerta, mi atención se centró en la cruz roja sobre el fondo blanco de la ambulancia, que destellaba con el Sol de la mañana de aquel día. 

Con el rezo del Rosario de Difuntos, nueve días transcurrieron y en la habitación de mi padre, quedó un recóndito silencio, hueco y sórdido, pues cuando entraba a ella, su piso, techo y paredes se tornaron tan abrumantes, ensombrecidas y tristes, capturando mi imaginario, me trasladaba hasta la tumba de mi padre, el día de su entierro, las flores de las Coronas esparcidas sobre la cernida arena, las Palas de dos señores, tañendo su metálico resonancia, mientras mezclaban el cemento, sellando con adobes la arcada de la bóveda, donde engavetada la urna funeraria contenía el cuerpo tendido de mi padre.

Cada tarde, a la hora de la siesta de mi madre, visitaba la habitación, su ventana cerrada dejaba filtrar por sus hendijas, destellos de luz del Sol poniente, que se entrelazaban entre los dedos de mis manos, atizados por la bruma de polvo inerte y sostenido en la atmosfera del recinto paternal, era su presencia, pensaba, la divina luz fantasmal de su espíritu; entonces coloqué en el piso en todo el punto focal de aquel espectro de luz, un frasco de aceite de brillantina para el cabello, y ésta se multiplicó en reflejos más brillantes y vibrantes sobre el enlosado, extasiado volando en mil imágenes y alegorías fantásticas, hasta el cansancio de mis brazos sostenidos, cargando mi mirada concentrada en la frenética proyección desde la ventana al piso, levanté el frasco de brillantina y lo coloqué nuevamente en una de las gavetas de la Cómoda, de donde la había sustraído.       

Sobre el entramado de la Cómoda de la habitación de mi padre, tiempo después, mamá destinó ese espacio para colocar sus cuadros del Corazón de Jesús, la Virgen María y Santos de devoción Católica, al centro colocó el Óvalo del marco de la Santísima Trinidad, a su derecha la Virgen del Carmen, a su izquierda la Virgen del Perpetuo Socorro, en la pared contigua la Virgen de Las Mercedes, arriba al Arcángel San Rafael y debajo una imagen de San Gerardo,  sobre la Cómoda sitió un Crucifijo y a su lado una colorida estatuilla de la Virgen de Coromoto, así se hizo mamá su oratorio en la habitación de mi padre ausente, donde solía encender una vela en sus oraciones.

Yo tenía el cuidado de jugar sobre la Cómoda de papá, sin perturbar la paz del oratorio, pero a veces me resultaba entretenido mirar toda aquella representación alegórica religiosa, acercarme al Crucifijo y detallar las heridas de Jesús, observar a la gente quemándose en aquel candelero, pidiendo misericordia a los pies de la Virgen del Carmen, el fino laminado dorado que envolvía los que mamá me decía, eran las tres divinas personas, al Padre con su abundante barba, al Hijo con la Cruz terciada y al Espíritu Santo al centro y sobre sus cabezas; también me detenía mirando a San Rafael y San Gerardo, uno sacando un inmenso pez de las aguas, el otro con su aureola y hábito negro, sosteniendo un crucifijo, flanqueado por libros y un huesudo cráneo.

Un buen día, recordé mis cuentos, desde hacía tiempo no los hojeaba, los había guardado por ocurrencia mía en una de las gavetas de la Cómoda de papá; el asunto era tener el pretexto de jurungar la susodicha Cómoda, era parte de los mobiliarios de mi padre, y estar cerca de ellos me daban su olor y era como sentir su presencia, así como sentarme en la Poltrona al lado del fornido Escaparate, revisar sus ropas y cosas guardadas en él, eso será tema para ampliar en otro relato; el asunto fue que buscando mis cuentos, guardados en una de las gavetas de la Cómoda, me llevé una gratísima sorpresa, uno de esos instantes mágicos, como cuando un mago saca un Conejo de su Chistera, un verdadero milagro en medio de mi soledad y tristeza, nuestra Gata había parido sus gaticos dentro de la gaveta donde guardé mis cuentos, los había hecho jirones a modo de pajizo, para parir y colocar sobre el suave papel sus vástagos, cuando abrí la gaveta, el olor encerrado de los pequeños felinos, inundó de su aroma la estancia paternal.

De cómo la Gata escaló penetrando a la Gaveta de la Cómoda, lo ignoro; así la sorprendida Gata, me quedó mirando con sus verdes ojos e inmensas pupilas dilatadas como Luna llena, amamantando entre sus patas y vientre los gaticos, bien gorditos y sobre alimentados.

JLReyesMontiel