Tromba Marina llamada en nuestra región "Manguera" sobre el Lago de Maracaibo. |
Sobre el budare caliente, mamá coloca cuidadosamente seis
arepas para la cena de aquella tarde de septiembre, una ventisca fría con
olores de aguaceros lejanos entra despavoridamente por la puerta trasera de la
casa que daba al inmenso patio, agitando puertas y ventanas,
estremecido por el vendaval me levanté de la mesa, desde donde le hacia
compañía taciturna a mi madre, para cerrar ágilmente, con la soltura
acostumbrada, las puerta del corredor y la puerta de la cocina y demás
ventanas.
De repente el sol de la tarde amilanó sus luces para darle
paso a las lóbregas sombras de la borrasca, escuchándose venir la lluvia desde
lejos al caer precipitada sobre los techos y enlosadas de casas y edificios de
aquellas calles de una Maracaibo aún bucólica y vernácula.
Era 1969 y con septiembre llegan los primeros aguaceros de
nuestro invierno regional, avivado por la solemne presencia de nuestro lago
ancestral rodeado por el sur y el oriente de los muros inmarcesibles de la
cordillera de Los Andes y la Serranía de Perijá, dejando en su norte y por
occidente un corredor de los vientos cálidos de nuestro Caribe indiano y tropical, para
gestar cual recinto geográfico el milagro incomparable del Relámpago del
Catatumbo y la muy particular climatología
de nuestra región Zuliana.
Las inmensas gotas del aguacero caen tremendas sobre el
tejado, silenciando las Chicharras que cantando llamaron la lluvia desde sus
curules en los árboles que circundan el patio de mi casa, hay un olor fuerte a
madera envejecida por la humedad, y un conjuro de sombras penetran por la
ventana que abierta, una de sus alas dejé, para percibir los aires, aromas y
rocío de la tempestad, mientras mamá cocinaba las arepas sobre el budare en la
cocina.
El aguacero no modera sino que vigoriza su paso acompasado
con los rayos fulgurosos que al rato dejan sonar sus estruendos unos cercanos
otros lejanos, dejando en el cóncavo e inmenso cielo sus ecos, sonorizando el
horizonte ataviado de crestas y cúmulos de grises nubes.
Llego la hora de la cena, las arepas servidas están sobre mi
plato de peltre flanqueado por mi
taza de café con leche, corto mis dos arepas y deslizo el cuchillo sobre el
borde del plato dejando en él los excesos del maíz cocido del interior de mis
arepas, entonces con un breve
desplazamiento lo deslizo sobre el polito de mantequilla marca Alfa y aplico la lactosa exquisitez
sobre las cubiertas aún humeantes de mis
muy bien y perfectas redondeadas arepas.
Acto formal necesario, y preámbulo de solaces tertulias de
mi madre, entonces ella comenzó hablarme de los aguaceros en San Luis y como se escuchaba el tronío de la lluvia llegando desde los
hatos aledaños que lo bordeaban, desde Canchancha,
Rancho Tabaco, San Jacinto, Cabeza de Toro, Ricaurte, Monte Claro Alto y Monte
Claro Bajo, circundando negros nubarrones Las Peonias y más allá hasta Santa
Cruz y Maracaibo de extremo a
extremo, como una corona pomposa que giraba y se contorneaba al ritmo del chubasco.
Pasaba la noche en San
Luis, y en la majada de la templaría
estancia familiar, Corvinas, Lisas y
Bocachicos adornaban la arena de sus suelos con sus cuerpecillos
relucientes de plata y oro, frescos y saludables, con sus ojitos renegrios y
abundantes, entonces bien tempranito, aún con el verdor del campo rociado por
la humedad del aguacero durante la madrugada, los muchachos pueriles salían
mandados a recogerlos para salar aquellos peces que en el día no surtiesen la
mesa del almuerzo y la cena.
Milagroso resultado de la bocanada de “La Manguera” sobre
las aguas del lago, maná caído del cielo en forma de peces, eran otros tiempos,
años atrás, cuando la fauna piscícola lacustre era abundante, nuestros abuelos
y tíos se daban el postín de comer peces caídos del cielo, resultado de la
succión de las mangueras sobre las costas, que no solo chupaban agua haciéndola
llover intensamente sino que también acarreaban a los incautos peces dejándoles
caer sobre los patios, techos y sabanas, prodigio de la naturaleza para
sustento inesperado del hombre del campo aferrado a su Rosario entre sus manos
encallecidas, agrestes e inmensas, formadas por el ímpetu del arado y la pala,
santificadas por su oración y constancia.
JLReyesMontiel.
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