sábado, 22 de septiembre de 2018

El Maná de La Majada.

Tromba Marina llamada en nuestra región
"Manguera" sobre el Lago de Maracaibo.
Sobre el budare caliente, mamá coloca cuidadosamente seis arepas para la cena de aquella tarde de septiembre, una ventisca fría con olores de aguaceros lejanos entra despavoridamente por la puerta trasera de la casa que daba al inmenso patio, agitando puertas y ventanas, estremecido por el vendaval me levanté de la mesa, desde donde le hacia compañía taciturna a mi madre, para cerrar ágilmente, con la soltura acostumbrada, las puerta del corredor y la puerta de la cocina y demás ventanas.

De repente el sol de la tarde amilanó sus luces para darle paso a las lóbregas sombras de la borrasca, escuchándose venir la lluvia desde lejos al caer precipitada sobre los techos y enlosadas de casas y edificios de aquellas calles de una Maracaibo aún bucólica y vernácula.

Era 1969 y con septiembre llegan los primeros aguaceros de nuestro invierno regional, avivado por la solemne presencia de nuestro lago ancestral rodeado por el sur y el oriente de los muros inmarcesibles de la cordillera de Los Andes y la Serranía de Perijá, dejando en su norte y por occidente un corredor de los vientos cálidos de nuestro Caribe indiano y tropical, para gestar cual recinto geográfico el milagro incomparable del Relámpago del Catatumbo  y la muy particular climatología de nuestra región Zuliana.

Las inmensas gotas del aguacero caen tremendas sobre el tejado, silenciando las Chicharras que cantando llamaron la lluvia desde sus curules en los árboles que circundan el patio de mi casa, hay un olor fuerte a madera envejecida por la humedad, y un conjuro de sombras penetran por la ventana que abierta, una de sus alas dejé, para percibir los aires, aromas y rocío de la tempestad, mientras mamá cocinaba las arepas sobre el budare en la cocina.

El aguacero no modera sino que vigoriza su paso acompasado con los rayos fulgurosos que al rato dejan sonar sus estruendos unos cercanos otros lejanos, dejando en el cóncavo e inmenso cielo sus ecos, sonorizando el horizonte ataviado de crestas y cúmulos de grises nubes.

Llego la hora de la cena, las arepas servidas están sobre mi plato de peltre flanqueado por mi taza de café con leche, corto mis dos arepas y deslizo el cuchillo sobre el borde del plato dejando en él los excesos del maíz cocido del interior de mis arepas,  entonces con un breve desplazamiento lo deslizo sobre el polito de mantequilla marca Alfa y aplico la lactosa exquisitez sobre las cubiertas aún humeantes  de mis muy bien y perfectas redondeadas arepas.

Acto formal necesario, y preámbulo de solaces tertulias de mi madre, entonces ella comenzó hablarme de los aguaceros en San Luis y como se escuchaba el tronío de la lluvia llegando desde los hatos aledaños que lo bordeaban, desde Canchancha, Rancho Tabaco, San Jacinto, Cabeza de Toro, Ricaurte, Monte Claro Alto y Monte Claro Bajo, circundando negros nubarrones Las Peonias y más allá hasta Santa Cruz y Maracaibo de extremo a extremo, como una corona pomposa que giraba y se contorneaba al ritmo del chubasco.

Pasaba la noche en San Luis, y en la majada de la templaría estancia familiar, Corvinas, Lisas y Bocachicos adornaban la arena de sus suelos con sus cuerpecillos relucientes de plata y oro, frescos y saludables, con sus ojitos renegrios y abundantes, entonces bien tempranito, aún con el verdor del campo rociado por la humedad del aguacero durante la madrugada, los muchachos pueriles salían mandados a recogerlos para salar aquellos peces que en el día no surtiesen la mesa del almuerzo y la cena.

Milagroso resultado de la bocanada de “La Manguera” sobre las aguas del lago, maná caído del cielo en forma de peces, eran otros tiempos, años atrás, cuando la fauna piscícola lacustre era abundante, nuestros abuelos y tíos se daban el postín de comer peces caídos del cielo, resultado de la succión de las mangueras sobre las costas, que no solo chupaban agua haciéndola llover intensamente sino que también acarreaban a los incautos peces dejándoles caer sobre los patios, techos y sabanas, prodigio de la naturaleza para sustento inesperado del hombre del campo aferrado a su Rosario entre sus manos encallecidas, agrestes e inmensas, formadas por el ímpetu del arado y la pala, santificadas por su oración y constancia.


JLReyesMontiel.






    

No hay comentarios: