sábado, 4 de diciembre de 2021

Entre Orejazos y Coscorrones.

Cuando inicie mi escolaridad, por los años 1965-1966, fue en el Colegio Las Mercedes de la Orden de las Hermanas Franciscanas, a saber, la edificación que se encuentra enclavada detrás de la hermosa iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, formando el conjunto arquitectónico una verdadera isla por entre la bifurcación de la avenida Universidad, que va desde Bella Vista hasta el semáforo donde ésta termina, un poco más allá y a media cuadra del tradicionalísimo negocio “El Manguito”. 

Muchos recordarán “El Manguito” local de venta de los famosos cepillados y manjares de golosinas típicas Maracaiberas, tales como Conservas de Coco en todas sus variedades, Conservas de Maduro y de Leche, Conservas de Papelón con Maní y Ajonjolí, Calabazates, Ponquesitos, Tortas, Galletas de Huevo, Paledonias, Palmeritas, en fin, una variedad de exquisitos acompañantes para deleitar al paladar con un refrescante cepillado de la fruta de tu preferencia, a mí me gustaban los de Mango, Ciruela, Zapote y Níspero.


Les decía de mi escolaridad, la inicie en ese lindo entorno Maracaibero, donde además, encaminándose hacia la iglesia, en la esquina de la avenida Universidad y Bella Vista, se encuentra el Colegio La Merced de la Orden de las Hermanas Mercedarias, donde estudiaba mi hermana Sara María (QEPD), dicho colegio fue levantado sobre el sitio donde en la Maracaibo del siglo XIX, se encontraba “La Hoyada” pozo natural de agua dulce, donde se proveía la población Marabina del vital líquido, hasta que la alta salobridad del mismo, impidió su consumo humano.

Pues bien, con las hermanitas Franciscanas de las Mercedes, aprendí mis primeras letras y mis primeros números, tarea nada fácil sin duda alguna, dígalo ahí, quién vivió la –tortura- de deletrear el Libro “Angelito” de la mano de la maestra, y en casa de la mano de su mamá, de una u otra forma que recuerde, la manera como se agitaba mi corazón no era nada agradable.

Y eso resultaba en las mejores circunstancias, recuerdo a la querendona de mi maestra Ilma y lo comprensiva de mi mamá, pero, pero inevitable, llegada la hora de la supervisión de la Hermana Nieves, cuyo nombre no olvido, precisamente no por lo querendona, sino por la jalada de orejas y coscorrones que propinaba sino aprendías la lección, terrible de verdad.

De aquel tiempo de aprendizaje nunca jamás olvidaré, varias anécdotas,  la primera, la escena del momento cuando se orinó rezando, una compañerita de nombre Sandra, por cierto, lo que me gustaba era enea; en esa época, rezábamos en las filas de los pasillos, antes de entrar al aula y después dentro del salón antes de iniciar las clases, eso era bueno sin duda alguna, y era tanto el respeto a nuestros preceptores maestros, que mi compañerita Sandra, por no interrumpir la oración se fue en "miaos" entre sus piernas y hasta el piso, quedó el charquero de orines.

Recuerdo también, cuando me castigaron, unas cuantas veces, encerrándome en el oratorio del colegio, castigos unos justificados otros quizás, el motivo eran asuntos infantiles, pero ahora veo que es de necesaria implementación, para corregir el carácter del muchacho a tiempo; recuerdo una ocasión por estarme riendo en la clase de Catecismo, una monjita me llevó de la mano hasta el oratorio, era una capillita situado dentro del mismo colegio, con su altar y escaños respectivos, para la meditación interna de las hermanas, la joven monjita con su carita enmarcada por su blanco y almidonado hábito, me dijo: -Quédate sentadito tranquilito y rezando, hasta que vengan a buscarte, nuestro señor Jesucristo te acompañará y no tengas miedo él estará contigo desde el altar… En la espera, escuchando el recóndito silencio del lugar, mientras esperaba y mirando hacia el decorado y bello altar, tratando de encontrar a Jesús, me quedé dormido.

En otras ocasiones me dejaron sin recreo, encerrado en el salón de clases sino estaba atento a la lección; recuerdo una de ellas fue por el número 17, como todos sabemos, los números después del diez van once, doce, trece, catorce, quince, pero, pero me confundía en el asunto del cambio con el dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte; la cuestión iba bien aquella mañana, menos con el diecisiete, en eso sonó el timbre del receso, mi cara mostró una inmensa sonrisa liberadora, frente a frente y ante el fieltro verde de la cartelera, donde la monjita con sus manos fijaba los números en molde de recorte con “chinches” para que yo se los fuera pronunciando uno a uno, hasta atascarme en el 17, pero, ante mi inmensa sonrisa, la monjita me dejó sin recreo, frente a la cartelera con el “17” frente a mi cara sobre el fieltro verde y repitiendo: -Diecisiete, diecisiete, diecisiete, hasta terminar el receso, cuando regresaron a clase los otros corajitos, la hermana Nieves, me interpelo: -¿Dígame el número? Con una sonrisa que no me cabía en la cara le respondí: -Diecisiete. 

Mi papá Pascual Reyes Albornoz, padre amoroso y consentidor de todos sus hijos, un buen día, escuchó mis quejas sobre la nombrada Hermanita Nieves, como le decíamos los corajitos en el colegio: -Papá, la hermanita Nieves me jala muy duro las orejas papá, me las deja calientes, sino me da un cocorronazo en la cabeza papá… Aquel día, me bajé envalentonado del carro, con mi padre de la mano, dispuesto a enfrentar a la monjita –cocorroneadora- al vernos caminar hacia ella por el pasillo, la hermanita Nieves se puso más blanca de lo que era, tal cual, como su nombre y su hidalga estirpe española de pura cepa con acento y todo; papá muy cortésmente se hizo escuchar de mi queja, a la Hermana Nieves no le quedó otra salida que resaltar mi buena conducta y obediencia, a lo que yo, viendo que la monjita se salía con las suyas, estando presente la monjita, le repliqué a mi padre: -Papá, ella te dice así ahorita, pero dejá que te váis, entonces me retuerce las orejas y me da un cocorrón en la cabeza.

JLReyesMontiel.