sábado, 15 de septiembre de 2018

Semblanza de papá en septiembre.

Pascual Reyes Albornoz.
Para instruirse, lo mas difícil es aprender a leer y escribir, todo lo demás es aplicación, que la educación es del hogar.

Al cruzar la esquina de la calle 95 antes Venezuela, el giro dentro de la cabina del Cadillac modelo 1955, me tumba sobre el asiento vencido por el sueño, papá me despierta: -No te durmáis, ya vamos a llegar-, sosteniendo mi cabeceo en el soporta brazos de la puerta.

Al estacionar frente a mi casa, mi padre me lleva en brazos directo a mi hamaca en el corredor de la casa; al día siguiente desde el reloj de la Basílica de San Juan de Dios, un repicar de campanas me despierta con los primeros destellos solares de la mañana, desde la cocina, situada al fondo de la casa, los aromas del café recién colado impregnan el ambiente despejando los olores de caña brava y mangle del techado acentuados por el rocío de la madrugada.

Dentro de un plato de Peltre, dos arepas me esperan sobre la mesa de la enramada del patio, acompañadas por un pocillo con humeante y espumoso café con leche,  servido por mamá, papá se afeita sentado sobre la mesa frente a su poncherita con agua tibia donde sumerge la brocha y se la pasa por la cara, luego se aplica crema mentolada y suavemente desliza la brocha sobre su barba haciendo abundante espuma, se rasura cuidadosamente con su máquina de afeitar, ajustándose de vez en cuando sus lentes y detallando uno que otro bello facial rezagado por el paso de la afeitadora frente al espejo de mesa.

En esos años papá se hizo de mi compañía procurando su presencia a mi lado, quizás sospechaba su inesperada partida, siempre me llevada en su carro mientras realizaba su ronda mañanera a sus propiedades y demás diligencias, también solía acompañarlo para hacer el mercado semanal, una mañana mamá le dijo: -José Luis ya está en edad de ir a la escuela para aprender a leer y escribir- y papá le replicó: -todavía esta muy chiquito- y yo requetecontento.

Y por supuesto los fines de semana, sino era en casa, papá salía y me llevaba a sus reuniones entre amigos junto con mis tíos Román y Carlos Luis, una ronda que me gustaba mucho era cuando se reunían en unas instalaciones de estacionamiento de camiones y carros viejos y demás hierros y maquinarias, que tío Román tenía en unos terrenos asfaltados algo lejos de la ciudad, y yo, mientras papá se echaba sus tragos y conversaba, me dedicaba a jurunguear entre los carros y camiones, jugando como si los estuviera manejando por carreteras imaginarias, revisando además cuanto chécheres, cosas y objetos en ese lugar estaban almacenados.

Un buen día, nos mudamos de nuestra casa de la calle Venezuela, frente a la plaza José Antonio Chávez, trasladándonos a otra casa propiedad de mi padre situada en Tierra Negra entre la calle 69A y avenida 13, para entonces tenía 7 años y resultaba impostergable mi inicio escolar, tenía que aprender a leer y escribir, y mamá me inscribió con el consentimiento de papá en una escuelita llamada “Los Angelitos” situada en la misma calle de los Abastos Quintero a dos cuadras de mi casa.

Llegó septiembre y con el primer día de escuela, era de esperarse llanto o resignación, ese dramático primer día de escuela fue de llanto y carrera detrás del carro de papá, tuvo que detenerse y se regresó conmigo a casa, -Que bonito- dijo mamá al verme, y papá consentidor le replico –Es que está muy chiquito-.

De alguna manera tenían que convencerme, y al día siguiente fue mamá la encargada de llevarme de la mano a la escuela, se quedó conmigo un ratico, se fue a conversar con la maestra, mientras yo esperaba en la sala de la casa en cuyo patio se impartían la enseñanza de las primeras letras y números, yo estaba sentado sobre una poltrona escuchando un inmenso radio de madera donde sonaba “Mi limón mi limonero”.

Cuando ya entretenido, el rostro de la maestra apareció entre las cortinas que dividía la sala del corredor de la casa, y tomándome de la mano me dirigió al patio hasta la sombra de un frondoso “Níspero” debajo del cual una mesa rodeada de tauréticos esperaban el inicio de la clase del día, junto con otros infantes como yo.

-¿Y mamá?- le pregunté a mi maestra, -Ella se fue a tu casa, quédate tranquilito sentadito-, y aunque pensando en la posibilidad de correrme del sitio, el correteo de los otros carajitos y su compañía me resignaron asumir la escuela, además no tenía de otra, como resultado inapelable de la ausencia de papá, quien de seguro me hubiera rescatado de regreso a casa.

Sin embargo, a pesar de lo consentidor de papá, uno de los aspectos férreos de papá era su intolerancia de las malas palabras y groserías, le incomodaban las vulgaridades, por eso nos mudamos de El Saladillo a su casa de Tierra Negra, en aquella barriada Maracaibera era común el uso de jergas inapropiadas en el uso del lenguaje y dialecto del saladillero de calle, y dado la proximidad de las casas y sus ventanales a la vía pública, las palabrotas se dejaban escuchar con facilidad en determinadas horas del día cuando transeúntes y marchantes desfilaban frente a nuestra casa, o cuando en las noches desde la plaza situada enfrente, los zagaletones hacían de las suyas con cada palabrota que paraba el pelo.

Papá me legó un lenguaje exento de malas palabras, pero si y afortunadamente de un rico giro de aforismos de buen Maracaibero, y si una vez dije alguna mala palabra fue un mal logrado día, mientras papá descansaba su almuerzo en su hamaca a mi se me salio un "coño" ...papá me increpó: -¿Cómo dijo?- yo de majadero repetí -Coño- y desde su hamaca su brazo extendido me propinó, con sus dos dedos inmensos, indice y anular, un certero y solo garnatón sobre mis labios. 


JLReyesMontiel.







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