sábado, 13 de junio de 2015

El Rastrillo.

Un modelo un poco mas o menos
similar a la camioneta
de Miguel mi hermano.
Entre las estribaciones del camino la polvareda levantada, deja una estela de nubes de arena tras la camioneta roja de mi hermano Miguel, la trilla alumbrada por los faros de la veterana camioneta deja ver los Cardones, los Cujíes y las Tunas que bordean el camino, encandilando a los noctámbulos animales cazadores, cuyos ojos como monedas de plata reluciente reflejan fulgurantes la luz enmarcados por las sombras de aquella fría madrugada.

Esa noche papá había decidido mudarse de Santa Rosa a El Saladillo, la premura era inevitable, pues mamá había reñido con una vecina llamada Irina Sulbarán esa tarde, y papá no quería entuertos de ninguna especie, enseguida contactó a Miguel mi hermano, y en un menos del cantar del Gallo, se dispuso y preparó la mudanza del mobiliario y vestimenta, habían quedado en el pasado los años mas hermosos de su vida, según mamá, en el Hatillo  “Villa Carmen” situada en todo el camino de arena que bordeaba la tienda de “Robinson” y pasaba al margen de la Capilla de Nuestra Señora del Carmen, vecina como era de su casa gemela “Villa Virginia” de los Valbuena y un poco mas allá la familia Ferrer del Hato “Monte Carmelo”,

El lío de ese pleito fue por unas supuestas hijas de mi Tío Dimas, develada como fue la verdad verdadera del engaño, mamá emprendió tomar medidas en el asunto, y como la vecina fuera a reclamar en casa de mala manera, la afrenta obtuvo su respuesta contundente por parte de mamá, suerte para mamá que papá iba llegando en ese momento como a la una de la tarde de ese día, a pleno Sol, bajó del carro para separar a las féminas beligerantes, años después papá echaba el cuento recostado en su taburete muerto de la risa, recordando como parecían dos avispas de memerea peleándose. 

Aquel madrugonazo de la mudanza, yo preferí irme con Miguel en su camioneta, pues como perderme el brincoteo del camino, jamás, dormido como me quede en el camino, amaneció ese día y una nueva casa situada ahora en pleno centro de la ciudad marabina, a lo largo y ancho de la calle Venezuela, en toda la intersección entre la plaza Hermagoras Chávez y la Escuela El Libertador  fue el escenario de una nueva etapa en m vida; atrás quedó el campo, la brisa fresca de la cercana playa a  “Villa Carmen”, la sombra del viejo árbol de Mamón en todo el borde de la alambrada con púas que limitaba nuestra casa con la de “Villa Virginia” de Raúl “El Tigrillo” Valbuena, muy amigo de mi padre; el lavadero a la sombra del antiquísimo árbol de Guayacán donde se amaraba a Canelón nuestro perro de entonces. 

Años después, con mis treinta y pico de años, en una visita al Hatillo “Villa carmen” en ruinas, iracundo, pues era invadido con frecuencia por gente de mal vivir, con el Machete en mano, corte el viejo árbol de Guyacán, en mi mente recordé cuando mamá en sus cuentos de vivencias, señalaba esos árboles como pavosos, según la leyenda de "El Guayacan" perduran en el tiempo volviendo un solar el lugar donde se siembran; y se conservan verdes y frondosos quedando solo el patético árbol, como mudos testigos de la casa y familia que le precedieron.

Ibidem.
La vieja camioneta de Miguel mi hermano, le había sido cedida por mi padre en obsequio a los años que Miguel trabajó con él como jornalero en las Moliendas de su propiedad, ya desde antes la veterana camioneta había sido parte del activo del fondo de comercio, y Miguel su conductor cargando el maíz pilado para su transporte a los sitios de acopio en los mercados de Maracaibo.

Unos veinte años habían transcurrido, desde aquella mañana del solaz día cuando una señora acompañada de un niño de unos 8 años, se le presentó a papá en la oficina de La Molienda “La India” en la calle Casanova del populoso suburbio Empedraero, diciéndole  –Pascual, aquí tenéis a tu hijo, Miguel, enséñalo a trabajar- y vuelta atrás se despidió; recordaría papá su mocedad cuando saltando los bahareques de su vecindad una señora casada, regalaba a sus consortes sus placeres, siendo aquel hijo muy parecido a él, el vástago de sus aventuras amorosas.

Así Miguel conservó su vieja camioneta toda su vida, era muy singular verla circular por la ciudad, pues llamaba poderosamente la atención, montarse en ella era todo una sensación; a donde fue a parar la vieja camioneta roja de Miguel mi hermano, no lo sé, a la muerte de papá unas pocas veces nos visitó Miguel, con su diáfana sonrisa y parca conversación, realmente sus tertulias no resultaban muy entusiastas, pues solía llegar y saludar, preguntar como nos iba en la escuela a Sara y a mí, se tomaba el cafecito que mamá le ofrecía, y marchaba no sin antes llevarse algo de los checheres que en cajones de madera papá había almacenado en el patio de nuestra casa, por lo que mamá le colocó el remoquete de “El Rastrillo” 

José Luis Reyes Montiel.

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