Hace cuarenta y siete años atrás,
una niña y yo jugueteando entre las matas de rosas sembradas por mamá en el
frente de la casa, la niña me enseñaba como insertarme las espinas del tallo
entre la epidermis de las puntas de los dedos, nos colocamos una espina por
dedo tanto ella como yo, y mientras algunas sangraban otras pasaban entre la
cutícula de la piel sin daño alguno, ensayamos una y otra vez la modesta
tortura de sacrificar nuestros dedos a la inserción de las espinas de las
rosas.
La niña cuyo nombre atesoro, hija
de una señora canaria y un caballero cubano, radicados en Maracaibo durante un
tiempo, muy recién fallecido papá, razón por la cual para mí fue una bendición la compañía de mi delgada amiga de rizos negros e
inmensos ojos castaños.
En el muro colindante entre
nuestras casas, perforamos un bloque, por donde nos comunicamos mediante un ¡gua
gua! como llamado, para conversar, disponer tiempo
para las tareas escolares y programar juegos; pero un día la familia vecina se fue,
buscando otros horizontes, como buenos emigrantes que eran, cual río que busca su cauce; con los días, en la ausencia de mi buena amiga, seguí jugando el febril artificio de
las espinas de las rosas, pero a diferencia de entonces, en mi soledad,
lloraba.
Las espinas de las rosas, me
recordaron despues la corona de espinas de Jesús en la cruz, probé insertarlas en mi frente, pero allí si dolieron y sangraron, no había cutícula que protegiera la
piel, como en el truco de colocarlas en los dedos.
En mi juventud aprendí del juego infantil
de las espinas punzadas en la yema de los dedos, que los amores son como un ramillete de rosas,
son bellas y perfumadas, pero en sus tallos tienen punzantes espinas, que si no
sabes sortearlas te harán mucho daño.
La vida misma también tiene
punzantes espinas, las dificultades, gente que te aprecia y otras no tanto, la incertidumbre
de lo que no puedes cambiar, pero como el buen acero, el carácter se forma
asumiendo los conflictos, los obstáculos, que otros en sus asechanzas nos
colocan y también las circunstancias fortuitas que no podemos prever, pero que son el
día a día de nuestro trabajo y vida familiar.
Ahora sucumbo y soy presa de los
recuerdos, al abrigo de su presencia, papá me arrulla para dormirme, acostado a su lado en su hamaca, me canta una vieja canción …-fui a coger una rosa en el copo de un rosal las espinas me gritaron pobre ciego ¿a dónde
vas?-... omissis, desde otra
dimensión, mamá riega sus rosas en el frente de la casa, sentado en la mesa del
comedor hago la tarea escolar, desde el patio llega un olor a tierra y raíces,
la brisa entra por el portal de la sala y las grandes ventanas gesticulan con
sus postigos al viento pasando entre ellas murmurando ausencias lejanas, ¿dónde
estás mi pequeña amiga? Te recuerdo comiendo pan tostado con mantequilla en la improvisada hoguera, unos palitos secos querosén, un fósforo y encendíamos la llamarada, de la
Alacena sustrajimos una papeleta de sopa Maggi
hervida sobre las brasas, está lista y servida en
laticas de diablitos sobre una piedra.
Me invitas entonces a ver tele en tu casa, inventas jugar al médico, buscas las jeringas desechables que recolectamos después de su uso, y en el imaginario de la consulta te acuestas
sobre la mesa de planchar cual camilla, te pelas
las nalgas para que yo te inyecte, mis manos las tocan, la respiración aumenta,
una sensación agradable inunda mi pecho rebozando al corazón, aumenta mi
respiración, incontenible; le puse la inyección con la jeringa sin aguja, le subí el
bikinsito y salí corriendo a casa.
Las espinas del rosal, sus rosas multicolores
que encantadoras son que aroma tan agradable emanan, pero cuidado al correr
entre ellas, te seducen y te pueden pinchar las espinas de su tallo, -así es la vida- recitan los poetas y cantan los cantantes y cantores de todos los
tiempos, pero el hombre, varón o varona, hecho a imagen de Dios, pero humano al
fin, no ha dejado de vivir su existencia, mientras perdure la humanidad sobre este
planeta su presencia será siempre una eterna paradoja, como las espinas de un
rosal.
José Luis Reyes Montiel.
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