En efecto, cuantas veces esas
campanadas del reloj de la Basílica marcaron el paso de aquellos días
inolvidables de mi estancia en la vieja casa de la calle 95 “Venezuela”
diagonal a la Escuela “El Libertador” y enfrente a la plaza Hermagoras Chávez,
cuantas veces encaramado y asomado por la ventana, divisaba las cúpulas de la Basílica
a la distancia por sobre los tejados de las casas, que en hilera bordeaban toda
la acera de la cuadra hasta perderse en mi mirada de infante.
Aquellos aires de húmeda caña brava y varas de mangle, que conformaban los techos de nuestras ancestrales casas, dándole a sus ambientes aquel aroma tan particular como el elegante ademan de sus gentes y el tono característico del hablar marabino, de favor en favor, cuando entre amigos y familiares no habían costos, sino favores, cuando el saludo no era una obligación sino el feliz encuentro de viejas amistades.
Dios como olvidarlo si cada vez
que me acuerdo pienso en mi madre, en sus conversaciones, en sus encuentros con
sus amistades, y en aquellos destellantes momentos de tanto derroche de cariño y
aprecio que vi decantar entre quienes conformaron mis familiares.
Yo en el umbral de la puerta de la cocina que daba al patio de la casa. |
Antes residíamos en “Villa
Carmen” hatillo situado en “Santa Rosa de Tierra” pero era menester buscar la cercanía a la
ciudad para comenzar formales estudios primarios Sara y yo; cosas del tiempo y anécdotas
de barriadas, Sara se hizo de una amiguita al llegar a la cuadra, recuerdo,
sino mi mente no me traiciona que su nombre era Ingrid, una flaca blanca de
pelo catire crespo, pero como mamá no
dejaba a Sara salir a la calle por regla disciplinaria, por lo que Sara se
colocaba a conversar con las jovencitas del sector desde la ventana, a lo que
Sara se ganó de las amiguitas saladilleras el apodo de “Gata
Ventanera”.
Mi primer amiguito se llamó
Douglas, un niño que vivía pasando la calle, en una casita cuyo frente daba
para la placita Hermagoras Chávez, por cierto a lo largo de la placita en su
acera se estacionaban unas antiguas camionetas de color negro para transportar hielo, recuerdo como llegaban a media mañana, y colocaban las humedecidas bolsas de fique sobre las capotas de los
vehículos al Sol. Un buen día, en la tardecita, regresaba Sara de la Escuela “El
Libertador” yo estaba muy enfermo de paperas, y Sara me trajo una camionetica
de plomo, de color rojo, se le abrían las compuertas de carga y de los
pasajeros, era del mismo modelo de las camionetas hieleras que se estacionaban
en el frente de la casa, del tiro y de contento la calentura se me pasó.
Yo dormía en el corredor que daba
al patio de la casa, en mi hamaca de
loneta blanca, allí mismo estaba situado el televisor Phillips, donde papá solía
ver en las noches sus programas favoritos entre ellos “Combate” “Kachacascan” “Si
resbala pierde” entre otros; de allí una
puerta comunicaba al cuarto de Sarita y
de este al cuarto de papá y mamá, que no era sino una división de la sala de la
casa que por grande se aprovecha dividirla en dos con un cancel de cartón piedra, con
una puerta que permitía el paso a la sala; más allá del corredor, estaba como
dije, el patio y otra habitación que se destinó para los chécheres luego estaba la cocina y frente a la puerta la enramada del lavadero y baños. Debajo de esa enramada mamá tenía
una gran cantidad de matas ornamentales.
En las tardes luego del almuerzo,
todo era silencio en el recinto familiar, las altas paredes del patio solo permitían
visualizar el celeste cenit iluminado por el Sol marabino, y los susurros del
silencio inundaban todos los espacios y rincones de la vieja casa saladillera,
era entonces cuando en mi soledad solo las campanadas desde la torre del reloj
de la Basílica acompañaban, en su sonatas de cada hora, mis pensamientos y juegos de niño.
José Luis Reyes Montiel.
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