Cada noche, en pueril aprendizaje, mi madre
me enseñó las oraciones Católicas principales, además del Padre Nuestro y el
Credo, aquella Salve a María algo más extensa: -Dios te salve reina y madre,
madre de misericordia, vida dulzura y esperanza nuestra. Dios te salve, a ti
llamamos los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos gimiendo y llorando, en
este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora abogada nuestra, vuelve a nosotros
esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre. Oh clemente, oh piadosa, oh dulce virgen María. Ruega
por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las
promesas y gracias de nuestro señor Jesucristo. Amen.
Desde el regazo de mi madre, miraba los resplandores en el cielo
raso de mi habitación, de la vela sobre el pequeño altar, que desde la contigua habitación de mi fallecido padre, irradiaba sus luces, mientras pensaba cada una de las palabras contenidas en esa
oración, y muy especialmente las referidas a "los desterrados hijos de Eva, suspirando,
gimiendo y llorando en este valle de lagrimas” quienes después de su destierro pedían a la Virgen María por su clemencia y
como su abogada les mostraran a Jesús; de toda esta oración me hacia una
figuración mental y escénica de los desterrados por una parte, María por la
otra y finalmente Jesús con sus grandes y tristes ojos azules, enmarcados por
sus rubias cejas y barba que caía sobre su sangrante corazón coronado de
espinas, tal cual el Sagrado Corazón de Jesús del cuadro central que coronaba el pequeño oratorio de mi madre.
El momento de los desterrados, esperando
ser dignos de alcanzar las prometidas gracias de Jesús, cerraba la secuencia en
mi ingenuo pensamiento, como final feliz de un cuento, porque así lo asumía, en
el mismo sentido de los relatos que mi madre me contaba de su infancia y
juventud.
Hoy está tan clara y precisada aquella
oración Mariana, ¿Quienes somos los desterrados? Los de ahora, los desterrados
de siempre, los desterrados de ayer y de hoy, los desterrados de todas las guerras, los desterrados de
todos los tiranos, pues, somos los mismos desterrados en diferentes tiempos y
gentes, pero somos los mismos ante la infinita majestad y a la vista de la
Divina Providencia. Somos los desterrados del timbo al tambo en este valle de lágrimas del mundo.
Ahora ha tocado las puertas a los
Venezolanos, por todas nuestras culpas, "Porque aquel que este libre de pecado
que arroje la primera piedra" Esa verdad será asumida por unos,
mientras otros en su arrogancia difícilmente entenderán el mensaje de la
Mariana oración, porque su soberbia es tal que enceguece todo discernimiento.
Somos los nuevos hijos de Eva en este valle
de Lágrimas, la Venezuela que vivimos en una trasnoche de aquelarre y
abundancia se diluyó entre nuestras manos, mientras otros se repartían a
dentelladas los pedazos de nuestro país, se consolidaban las cadenas de la
opresión de los tiranos y sus serviles, en un festín vergonzoso y perverso, sembrando un odio entre los venezolanos no sentido entre compatriotas con sus castas y clases sociales desde la época de nuestra historia colonial, descomposición social irremediablemente detonante de la Guerra de Independencia y secuelas civiles de finales del siglo XIX de la llamada Guerra Federal.
Ahora nos toca esperar las promesas y
gracias de Nuestro Señor Jesucristo para redimirnos mediante la mediación de
Nuestra Abogada Madre María Santísima, pero antes tenemos que ser dignos de
alcanzarlas, liberándonos de nuestras propias culpas, aquellas consecuencia de
una bonanza país desmesurada, porque todos de una u otra manera prodigamos
nuestro país, y es ésta la hora de asumir la expiación necesaria, para que sea
en esta generación o en próximas generaciones, el regreso de los desterrados
dentro y fuera de Venezuela, con un nuevo espíritu nacional regenerado de las cenizas, un sentido de patria nueva perdida en
hora malhadada.
JLReyesMontiel.
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