Apoltronado sobre el mostrador de su pequeño abasto, gira su anchuroso dorso el señor Cappiello, negro y gordo era el recordado pulpero de profesión, quién a sus avanzados años sus escasos y nevados rizos hacían gala sobre el entrecejo de su maltratada frente, muy a su pesar y medio vestido con una curtida franelilla, pantalón recortado a la rodilla y calzado con alpargatas, así atendía su modesto negocio surtido de una que otra fruta, yuca y plátanos que era su especialidad, mientras y al fondo de la tiendita libadores saciaban su sed con una fría cerveza.
Pávido ante la enorme estatura y voluminosa presencia del viejo Cappiello, le hacía el mandado a mamá -señor Cappiello, vendame una docena de plátanos- entregándole en su morrocotuda, encallecida y blanca palma de su mano, una moneda de Un Bolívar como precio de los hermosos plátanos maduros, Cappiello sin moverse de su sitio, tiraba desde el portal de la tienda la plateada moneda de níquel dentro de un cajón de madera, tomaba un filoso cuchillo que escondía debajo del mesón sobre el cual disponía sus verduras y frutas, y de un cuchillazo cortaba cada uno de los plátanos que echaba sobre una hoja de periódico envolviéndolos y atándolos con un curricán alrededor.
Desde la enramada que guarnecía con su sombra del Sol inclemente de las once de la mañana, salía del establecimiento de Cappiello raudo de regreso a casa, con mi manojo de plátanos para el almuerzo de ese día y del resto de la semana, como buenos zulianos que somos, nunca faltó ese manjar nuestro de cada día en nuestra mesa, para acompañar el salado y su contorno de su respectivo arroz blanco.
El señor Cappiello, vivía desde muchos años atrás en ese popular sector de Tierra Negra de nuestra ciudad de Maracaibo, muy cerquita del San Vicente de Paúl, era paso diario antes de ir a clases o de regreso al regazo del hogar observar al viejo Cappiello dormido sobre el mostrador de su tienda, roncando su sueño como un León de la jungla, que las travesuras de los muchachos del colegio despertaban lanzándole piedras al zinc de su enramada, solo para ver levantarse al soñoliento Cappiello quién inmuto dejaba estar la impronta de la infantilada escolar.
Tenía varias hijas el señor Cappiello, todas altas y morenas, agraciadas y esbeltas, a la señora de Cappiello no la conocí, nunca supe si enviudo o la señora no portaba por el frente de la casa y de la pulpería, claro estaba como preguntarle al señor Cappiello si apenas rumoraba en su trato al comprarle alguna lechosa, guineo o plátano, además de callado y mal encarado, tan grandulón y negrote, metía miedo de solo mirarlo, bueno uno era solo un niño.
Hace unos días, de paso a mi trabajo y de regreso de vacaciones, mi hijo Elías y yo bajamos hacia la avenida 12 por la calle 69 de aquel recordado sector de mi infancia, miré como tantísimas veces lo hice a mi derecha, donde estaba situada la casa y tienda de Cappiello, en el portón de la sencilla vivienda estaban tres señoras dos de ellas me hicieron recordar la cara del señor Cappiello, y le dije a mi hijo -esas son las hijas de Cappiello- y rememoré entonces este relato que les cuento, con el animo de dejar registrado un aspecto mas de aquella Maracaibo de los años 1960-1970, sobreviviente de la antañona ciudad, de la que no quedan ya esos clásicos personajes de bodega y de vecindad que le dieron a nuestra ciudad su valía y esplendor.
JLReyesM.
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