Hace unos cuantos años atrás, en
el aula de clase sección “B” del colegio San Vicente de Paúl, entonces tenía
once años, al entrar a clases despues de entonar el himno nacional y realizar la oración de la mañana, permanecemos de pie al lado del pupitre, nuestro maestro el Licenciado Mario de la Rosa, andino de nacimiento,
nativo de aquella templada geografía regada por las aguas del fronterizo Torbes,
sentado y desde su escritorio en el estrado del salón de clases, mientras se arremangaba las mangas largas de su
camisa blanca, su tradicional corbata perfectamente entorchado al cuello, hacían
marco a su rostro, con su frente fruncida
nos otorgaba su permiso para sentarnos… -siéntense muchachitos- nos decía… para
aquel tiempo, año 1970, la muchachada aunque siempre guachafitera y alegre, conserva aún su debido respeto y consideración
hacia la egregia persona de sus preceptores.
Aquel noble maestro, nos enseñó matemáticas,
ciencias naturales, ciencias sociales, castellano, geografía de Venezuela, entre otras materias,
con la mística de los filósofos del ágora griega, por eso pienso como influyó
sobre nuestra personalidad aquellas sonoras palabras hechas eco en su aula de
clases y en las caminatas por los jardines del colegio y la cancha de futbol
buscando gusanos de tierra, machorros,
iguanas, tomando mariposas e insectos, mirando los pájaros y en sus
descripciones de la vida en la naturaleza, sus observaciones ante el microscopio,
los experimentos de los procesos de la fotosíntesis entre el hombre y la vegetación,
la estructura de las flores, de las hojas, de los árboles, sus observaciones
ante el terrario que elaboramos en clase con una batea, piedras, plantas acuáticas
y pececitos que nosotros mismos pescamos en una cañada aledaña al círculo
militar; todo aquello quedó grabado en mi corazón y le doy gracias a Dios por
haber tenido la suerte de haberlo vivido y a mi maestro por haberme mostrado la
vida entre sus manos.
Pasaron algunos años después, y
el maestro me dio otra lección, esta vez de vida; resulta que ya casado con mi
señora Mercedes, yo era muy “celoso” en amores, apenas recién casados y aún no habían
nacido nuestros hijos; durante unas jornadas de actualización docente, Mercedes
por disposición del Ministerio de Educación, asistiría a dicho foro a
realizarse en las instalaciones del INCE sede de Bella Vista, esa mañana bien
temprano, como de costumbre, la deje frente al instituto educativo, yo di la
vuelta en el carro y me regresé, para chequear a mi esposa, con quién hablaba y
trataba, donde se sentaba y al lado de
quién? Tremendo papelote estaba haciendo… que tal?
Estacioné y me hice el sapo rabudo como si fuera otro profesor,
en información pregunté el sitio donde dictarían las charlas, al llegar al
salón de reuniones y desde la hendija
de la puerta, como telescopio de submarino, fisgoneaba donde estaba Mercedes,
en ese instante una sonora voz se acumulaba en mis oídos, recordando vividos episodios…
-Reyes… Que hace aquí?- sobresaltado
miré a mi viejo maestro Mario, en sus ojos se reflejaba la reprimenda propia de
sus tiempos en el salón de clases, lo saludé con el respeto y el fervor del discípulo
agradecido y solo me quedó decirle… -Mi maestro como esta UD.?- en su
conversación quedó entendido el locuaz encuentro tras la puerta.
Desde aquel aleccionador incidente
no volví a celar más a mi mujer, pues esa aptitud es como quien corre detrás del viento, en
amores nadie nace aprendido y sus vicisitudes solo el tiempo es testigo de la existencia
y de su verdad, veintipico de años de
casado ya me dieron la respuesta que buscaba desde mi juventud sobre el amor de
mi vida; el maestro Mario me dio esa lección aprendida muy especial pero que transformó mi inapropiada conducta, templando
mi carácter como el forjador al fuego y ante el Yunque, el acero. A mi Maestro
Mario.
JLReyesM.
No hay comentarios:
Publicar un comentario