Uno de los aspectos de mi vida más sentidos, determinantes y que marcó el resto
de mi infancia y juventud, fue la muerte de mi padre a mis siete años de edad,
por encima del celo propio y ajena susceptibilidad afín, está la condición de niño
que yo tenía para ese año de 1.967, y la tragedia que significó la desaparición
física de papá, pues siendo un carajito, más necesitaba de su apoyo y formación.
No solo representó el dolor sentimental, al margen del trauma de verlo
morir, asomado como estaba a la puerta de su habitación en la Clínica; después,
entre el ir y venir y por entre la gente, mi inquieta presencia y a escondidas,
desde una de las habitaciones, observé como preparaban su cuerpo tendido.
Luego vinieron los años de profunda soledad, afortunadamente mi madre fue
presencia esencial en el resto de mi vida y a quien le debo lo que soy personal
e intelectualmente, ella me llevó de su mano con amor incondicional y
desprendimiento heroico.
Ensimismado, taciturno y tímido, mamá se preocupó por mi retraimiento y
actitud en mi relación con el mundo, tratándome el asunto con el Dr. Humberto Gutiérrez
en el Hogar Clínica San Rafael, reconocido Psiquiatra Marabino y de quién
aprendí parte de la querencia por nuestra Zulianidad, pues era también profuso letrado
y magistral estudioso de nuestra historia regional y nacional.
Así llegué a mi juventud, entre las aulas del colegio San Vicente de Paúl y
el Liceo Octavio Hernández donde me hice bachiller, luego directo a la Alma
Mater, nuestra nunca olvidada Universidad del Zulia, recuerdo el día que, desde
la unidad de transporte de LUZ, pregunté a su conductor de apellido Machado, el
señor Machado le decían los estudiantes de Haticos y Pomona, al llegar al núcleo
Humanístico de LUZ: -Señor Machado ¿Cuál
es la Facultad de Derecho? El viejo se quedó mirándome fijamente, con una breve sonrisa sobre sus labios, como diciéndome:
“Estáis más perdío que el hijo de Lindbergh”.
Esa fue mi llegada a LUZ, lleno de juventud florida e ingenua experiencia, pero
ya tenía un abundante mostacho de bigote, ostentando mis 20 años de edad, con
toda la incertidumbre del futuro y la esperanza de ese momento, lleno de sueños
e ilusiones, sembradas a la luz de una lámpara, que adquirí con mi trabajo como
escribiente documental en la Notaría Pública Tercera de Maracaibo, lámpara que
alumbró mis apuntes y libros de estudios facilitados en la Biblioteca de
Derecho, sobre el escritorio rustico que yo mismo hice recuperando la madera de una vieja Cómoda.
En los pasillos de LUZ conocí por primera vez el amor y toda su pasión, con el
beso juvenil de una muchacha, pero también el dolor sentimental y la amargura
de sus pétalos caídos, deshojadas desilusiones, nunca olvidadas y atesoradas en
mi experiencia, pero también hubo aquellas que lastimaron mi juventud, pues
cuando se es lozano en asuntos de amores, sucumbes ante la inexperiencia vital.
Pero, pero mi madre siempre estuvo ahí, para su consejo oportuno, quizás yo
refunfuñaba y alardeaba en rebelde actitud, pero después su palabra me
convencía con la lógica de su sabiduría maternal que me alentaba a seguir
adelante y abrirme paso por entre las estribaciones del camino.
Nada debo, sino solo a mi madre, solo a ella, junto a mi hermana Sara, en la
casa que nuestro padre nos dejó, entre sus muros y bajo su techo, correteando carajito
en su amplio patio y a la sombra de sus árboles de Mangos, Guayabas y Nísperos,
del colegio a casa, después joven de casa a la universidad, y entre el ir y venir,
mi trabajo como escribiente, primero en las oficinas del Registro Público
Primero y luego ante la Notaría Púbica Tercera, sitios donde laboré siendo estudiante
de Derecho.
Hoy, a la vista de los años, le doy gracias a Dios, vamos andando, “Por sus
frutos los reconoceréis” Unos hijos, una esposa y un camino por recorrer, ese
ha sido y es el mejor legado de mi padre y de mi madre, muy por encima de la
arrogancia y el falso orgullo, que intenta subrogarse todo el derecho a la
querencia, el amor y el recuerdo de aquel, mi amado padre; y por mi adorada
madre.
JLReyesMontiel.