Son las cinco
de la tarde, el astro rey deja entrelazar sus naranjos resplandores a través
del follaje de la arboleda del patio, sus penumbras extendidas sobre el suelo
manifiestan el espectro de una procesión cartuja en semana santa, en los
espacios de mi añosa morada, hay un murmullo de recónditos silencios estremeciendo
mis sentidos, allende el marco del ventanal, la tierra seca recibe del agua el
sustento vital diario, desprendiendo sus aromas de raíces ancestrales. Toda esa
sinfonía de colores, sensaciones y aromas envuelve mi mirada sentado desde el
corredor y sobre la mesa unas frutas plásticas, cortan mi inspiración, de aquel
pasmoso escenario.
El marco de la
puerta del patio sirve de encuadre al imaginario visual del fucsia y claroscuro
atardecer, sus dos alas abiertas de par en par dejan pasar la brisa sur de
alguna lejana tempestad, atizando la candela de las brazas sobre el anafre
donde mamá las esparce para colocar la parrilla y asar nuestra cena de este
día.
Sobre la
mesa, la masa de maíz entre las manos de mi madre, toma su tradicional forma de
Luna llena, luego las pasa por agua hervida y deja reposar sobre una limpia
toalla de cocina, da gusto escuchar el chachachá del proceso de aplanamiento de
la arepa y luego el ritual de su redondeo cuando mamá levanta el meñique y con
su dedo índice le hace su curvo contorno; es entonces cuando me pide que vaya
hasta el recodo donde está el árbol de Caujil, que desde la vecina casa del
fondo deja caer sus frondosas ramas a nuestro patio, que arranque unas seis
hojas de las mejores, así las tomé, de las mas verdecitas ya su forma de
corazón facilita su destino, son de una textura gruesa y en sus nervaduras
encierra el aroma sutil de su fruto, conocido en otras tierras como Merey y también
como Marañon.
Mamá frota
con aceite la hoja de Caujil y fija sobre ella la arepa y las va colocando
sobre el Anafre para así ampararlas del directo calor de las cernidas brazas,
quedando asadas las arepas bien doraditas y como valor añadido un aroma sin
igual, proporcionado por la sustancia vegetal de la hoja de Caujil, sacrificada
al intenso calor de la brasa incandescente, humeando con su aroma y cual
incienso, el ambiente de la estancia familiar.
A la espera
de la cena, con mi libro Arco Iris memorizando la tarea del siguiente día,
desde el umbral de la puerta del corredor, escucho la voz de mamá llamando a
cenar, a la hora del crepúsculo en la ultima hora vespertina, sobre la mesa del
comedor dispuestas dos arepas sobre el Peltre,
su infaltable taza de café con leche a su lado y en el centro de la mesa, la
amarilla mantequilla marca Alfa aquilataba sus crestas de suero, para embadurnar con el cuchillo la abierta
arepa humeante así sabroseada con el marabinisimo lácteo.
Allá en la distancia
del tiempo, en ese añorado lugar, existe aún la presencia de nuestros arcanos,
deambulando indiferentes ante la presencia de otras vidas presentes; en sueños
percibo aromas, veo los sitios por los que un día caminé, amé, sonreí y lloré; allí
estas tu, mi amadísima madre, como escondida entre las paredes de la vieja
casa, tus afanes diarios delatan tu presencia enigmática en fulgurantes
segundos de quimérica recordación y te desvaneces, con la misma facilidad con
la que me sales al encuentro.
Por entre los
aleros de la ventana de mi habitación, se escapa mi alma, dejando en el tiempo
la vieja casa de mi niñez, desde lo alto, los copos de la verde arboleda a cuya
sombra tantas veces me extasíe, me saludan, despidiéndose al rítmico vaivén de
la brisa norte; no, no, no hay espacios, ni tiempo ni distancias, solo
recuerdos y este estrecho instante de existencia.
JLReyesMontiel.