viernes, 29 de marzo de 2019

La Quinta.

Durante bachillerato en el Liceo Octavio Hernández, cursé cuarto y quinto año de humanidades, fue una experiencia compartir con compañeros provenientes de barriadas populares de Maracaibo, tarea que me propuse yo mismo pues venía de ser un estudiante regular del colegio San Vicente de Paúl.

En las aulas del Liceo, entonces ubicado en la avenida Bella Vista en el viejo edificio del Seminario de Maracaibo hoy recuperado por la iglesia, conocí a los buenos amigos Manuel Molero y Marcial Araque, de ambos conocí su espontaneidad, sencillez y humildad, y sobre todo sus necesidades que también eran las mías, por esos tiempos un joven estudiante de nivel diversificado ya era todo un hombre, no como ahora que apenas van saliendo de la infancia y ya se están graduando de imberbes bachilleres, para ingresar a la universidades apenas adolescentes.

De esos años juveniles entre los 1976 a 1978, aún la juventud reprimida sexualmente buscaba otras alternativas ante la imposibilidad de acceder al amor libre de una joven muchacha a quienes se respetaba como una hermana en el salón de clases, y aunque uno se hacía de la idea, el terror a un desplante frenaba toda non santa intención.

Total, uno joven y apurado en menesteres placenteros e incontinentes, recurríamos a las buenas amigas melosas, las chicas que vendían su sexo en las afueras de la ciudad, pues las del centro eran de cuidarse de acuerdo a los comentarios que nuestros tíos nos daban en sus consejos de sus correrías personales.

Cada fin de mes, cuando la oportuna mesada materna nos proporcionaba cierto margen de finanzas, sumados a los ahorros del mes, en compras de chuchería y refrescos de cantina y solo usando el autobús cuando el pasaje costaba un mediecito, nosotros los tres vivianes Marcial, Manuel y yo, nos acompañábamos mutuamente previo acuerdo convenido a un sitio quizás conocido por muchos jóvenes de esos buenos tiempos.

En el Kilometro Cuatro vía a Perijá, existía un local de chicas llamado “La Quinta” un poco más allá a la derecha de una ya inexistente estación de suministro de gasolina que dividía la vía, en toda la intersección del punto kilometro 4 de la carretera al entonces Distrito Perijá.

Una casa bien edificada muy grande, rodeada de inmensos árboles de Mangos, bajo cuyo acogedor abrigo se disponía una barra  y veladores, donde se escuchaban boleros, rancheras y vallenatos desde una Rock-hola dispuesta en el interior de una amplia sala que fungía de pista de baile de la disimulada quinta, y donde los amigos Marcial y Manuel antes de enmarchantarse bailaban simpatizando con las chicas, mientras yo sentado en un velador, como nunca he sido buen bailador, prefería conversar para intimar con mi chica correspondiente.

Recuerdo que el tercio de cerveza costaba una piastra, y la chica por su placentero servicio la cantidad de 20 piastras, por supuesto con dos tercios de cerveza más que satisfechos y desinhibidos quedábamos para marchar a la palestra, vos sabéis, mis amigos y yo preferíamos ir a “La Quinta” que a otros sitios pues sus chicas eran muy tratables, mas jóvenes y comprensivas; había también un sitio cercano al monumento del carro chocado denominado “Chacaito” pero además de ser un sitio cerrado y ruidoso, nos molestaba la humazón de los fumadores, además sus chicas eran peseteras y groseras.

Así muchos jóvenes de la época nacíamos a la madurez de nuestra sexualidad, a escondidas decíamos que íbamos para el cine, cuando nuestro verdadero destino eran las chicas de un bar perdido de la ciudad, ya desde el día lunes de la semana acordada, comenzábamos con la rochela: -¡Hey! …y el viernes? -pal KM4, respondíamos a la jerga estudiantil, porque así se denominaba la ruta del bus de la Circunvalación 2 que tomábamos en el centro de la ciudad para llegar hasta “La Quinta”.


JLReyesM. 

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