martes, 15 de mayo de 2018

Mi prima, mi novia y esposa.


Mercedes del Pilar Sánchez Ochoa de Reyes
Las trenzas sobre sus hombros, ojos verdeazulados y tan nívea,  con sus manos colocadas detrás de sí, paradita y derechita mirando mi pecera, mientras escondido debajo de mi mesa de juego, flanqueado por mi caja de juguetes, la observaba con detenimiento resguadado dentro de mi inmensa timidez.

Era ella, nuevamente ella, estaba ahí y en lugar de acercármele me escondía intimidado por su presencia, antes la había visto corriendo en el patio del Hato 4 de Mayo, una estancia familiar propiedad de nuestro abuelo, entonces carajitos salíamos correteando en grupo, todos primos míos, por sobre el arenal y entre los hierbas que bordeaban los árboles que se resistían a morir por la escasez del vital liquido y la inclemencia del verano.

Si era ella, la pecosa niña, la hija de Geramel Sánchez Montiel mi primo hermano, la más linda y la más bella niña que había visto siempre, yo hijo de Carmen Domitila su tía, por ser mamá la última de 12 vástagos de los abuelos papa Luis y mamá Carmela y yo la zurrapa de mamá mis primos contemporáneos eran de segunda y tercera generación y mis primos hermanos todos adultos con una marcada diferencia de años en nuestra brecha generacional.

Por entonces el abuelo papá Luis era una leyenda, una historia familiar, había fallecido del corazón decía mamá, por el año 1947, mamá Carmela le sobrevivo unos cuantos años, ella murió de 103 años, y aquellos terrenos eran parte del legado campesino forjado por aquel ancestro Papá Luis, parte mito y parte realidad, materializado en todos aquellos sitios que conocí siendo niño, hatos ya incultos en su antañona actividad agrícola y pecuaria productiva, no había ganado, ni sus entrañas aradas para la siembra, solo pajizales, solo se resistían los viejos árboles frutales y los jagüeyes bordeados por monte silvestre, milagrosamente poblados de pececillos, pero tambien sapos e insectos, cubiertos por el verdor de diminutas plantitas de agua.

Esa fue nuestra gran tragedia nacional, en el ciclo existencial y el paso de los años, los viejos de antes dejaban la vida cultivando, criando animales de labor, ganado mayor y menor, aves de corral, la tierra palpitante entre sus dedos con sus manos agrestes por el arado, los Soles y Lunas marcando el paso del tiempo, surcando veranos e inviernos, transcurriendo cada año acumulando todo el trabajo afanado, con cada instante una forma de vida necesaria en aquel espacio vital, que las nuevas generaciones no supieron ni aceptaron asumir, nunca valoraron el amor familiar de la férrea voluntad de los abuelos y de su afán, dejando tras de sí mismos su vida por la ciudad con sus candilejas, seducidos por una supuesta comodidad que el campo supuestamente les negaba, cuando todo el sustento real y cotidiano provenía era de aquellas soleadas y ancestrales tierras de nuestros abuelos Papá Luis y Mamá Carmela.

Cuando vendí el último terreno situado en toda la avenida Milagro Norte, en el sector Santa Rosa de Tierra, donde se levantaba el Hatillo “Villa Carmen” al margen derecho de la Capilla de Nuestra Señora del Carmen;  mi  suegro Geramel cuando recibió  de  mis manos su cheque de la cuota parte que por línea materna le correspondía, me manifestó muy orgulloso, sentirse conmovido por el abuelo Papá Luis y la vez comprometido con aquel legado, el cual después de tantos años recibía de su difunto abuelo a quién el si conoció personalmente, y en todo su enérgica voluntad templaria.

Las historias se repiten decía mi querido primo Rafael José Salas Sánchez, podría relatar otros desafortunados hechos y situaciones, comentarios y maniobras entre familiares falaces y mediocres, consecuencia de nuestro cercano parentesco, pero, pero la vida les ha dado una bofetada existencial y no vale la pena enlodar sentimientos familiares más queridos y verdaderos; así es como, la verdad en el tiempo, como le dije a mi suegro Geramel Sánchez Montiel (QEPD), el tiempo te dirá quién es quién, desde aquellos años infantiles, hasta ahora, con la madurez de nuestro amor cosechado, cómo imaginar en mi niñez, que aquella niña blanca y pecosa, con sus ojos destellantes como luciérnagas, con sus trenzas terciadas y rubias, sería con el paso del tiempo y en nuestra mocedad mi novia y mi esposa, la madre de mis hijos Carmen Mercedes, Elías José y Ezequiel Simón Reyes Sánchez, la esposa comprensiva y amorosa, con la cual he convivido todos estos años y con quién aspiro llegado el instante ineludible de la muerte, estar a su lado, gozoso y agradecido de Dios, su Unigénito Jesucristo y de su Santísima Madre Nuestra Virgencita María.

JLReyesMontiel.