domingo, 26 de mayo de 2013

El reloj de la Basílica.

Hace algunos años atrás, con mis hijos aún pequeños, Mercedes y yo dispusimos el domingo en la mañana, para asistir a la eucaristía en ese gran templo, corazón de la ciudad de Maracaibo, la Basílica de nuestra Señora de Chiquinquirá, al llegar muy temprano aún, caminamos hasta el frente de la bella iglesia en todo su excelso esplendor arquitectónico, Ezequiel con algunos cinco años de edad, pedía su desayuno, y yo alucinado por los recuerdos y abstraído por el entorno, no le paraba mucho al muchacho, y siendo las 7.00 am en punto, las campanadas del reloj de la Basílica envolvían el ambiente de su místico sonido, y acto seguido mirando a Ezequiel a Elías y a Carmencita, les dije desayúnense con este despertar de armonías.

En efecto, cuantas veces esas campanadas del reloj de la Basílica marcaron el paso de aquellos días inolvidables de mi estancia en la vieja casa de la calle 95 “Venezuela” diagonal a la Escuela “El Libertador” y enfrente a la plaza Hermagoras Chávez, cuantas veces encaramado y asomado por la ventana, divisaba las cúpulas de la Basílica a la distancia por sobre los tejados de las casas, que en hilera bordeaban toda la acera de la cuadra hasta perderse en mi mirada de infante.

Aquellos aires de húmeda caña brava y varas de mangle, que conformaban los techos de nuestras ancestrales casas, dándole a sus ambientes aquel aroma tan particular como el elegante ademan de sus gentes y el tono característico del hablar marabino, de favor en favor, cuando entre amigos y familiares no habían costos, sino favores, cuando el saludo no era una obligación sino el feliz encuentro de viejas amistades.

Dios como olvidarlo si cada vez que me acuerdo pienso en mi madre, en sus conversaciones, en sus encuentros con sus amistades, y en aquellos destellantes momentos de tanto derroche de cariño y aprecio que vi decantar entre quienes conformaron mis familiares.

Yo en el umbral de la puerta
de la cocina que daba
al patio de la casa.
Fue por aquellos años 1962-1965 cuando papá decidió mudarse para la casa de la “Calle Venezuela” en pleno sector “El Saladillo”, nombre que le vino por cuanto en ese lugar de Maracaibo, muy antiguamente, se salaba el pescado fruto de nuestro lago maracaibero, ya que no existiendo la moderna refrigeración, era una tradicional forma de conservarlos en el tiempo y evitar su descomposición.

Antes residíamos en “Villa Carmen” hatillo situado en “Santa Rosa de Tierra”  pero era menester buscar la cercanía a la ciudad para comenzar formales estudios primarios Sara y yo; cosas del tiempo y anécdotas de barriadas, Sara se hizo de una amiguita al llegar a la cuadra, recuerdo, sino mi mente no me traiciona que su nombre era Ingrid, una flaca blanca de pelo catire crespo, pero como mamá no dejaba a Sara salir a la calle por regla disciplinaria, por lo que Sara se colocaba a conversar con las jovencitas del sector desde la ventana, a lo que Sara se ganó de las amiguitas saladilleras el apodo de “Gata Ventanera”.

Mi primer amiguito se llamó Douglas, un niño que vivía pasando la calle, en una casita cuyo frente daba para la placita Hermagoras Chávez, por cierto a lo largo de la placita en su acera se estacionaban unas antiguas camionetas de color negro para transportar hielo, recuerdo como llegaban a media mañana, y colocaban las humedecidas bolsas de fique sobre las capotas de los vehículos al Sol. Un buen día, en la tardecita, regresaba Sara de la Escuela “El Libertador” yo estaba muy enfermo de paperas, y Sara me trajo una camionetica de plomo, de color rojo, se le abrían las compuertas de carga y de los pasajeros, era del mismo modelo de las camionetas hieleras que se estacionaban en el frente de la casa, del tiro y de contento la calentura se me pasó.

Yo dormía en el corredor que daba al patio de la casa, en mi hamaca de loneta blanca, allí mismo estaba situado el televisor Phillips, donde papá solía ver en las noches sus programas favoritos entre ellos “Combate” “Kachacascan” “Si resbala pierde” entre otros;  de allí una puerta comunicaba al cuarto de Sarita  y de este al cuarto de papá y mamá, que no era sino una división de la sala de la casa que por grande se aprovecha dividirla en dos con un cancel  de cartón piedra, con una puerta que permitía el paso a la sala; más allá del corredor, estaba como dije, el patio y otra habitación que se destinó para los chécheres luego estaba la cocina  y frente a la puerta la enramada del lavadero y baños. Debajo de esa enramada mamá tenía una gran cantidad de matas ornamentales.

En las tardes luego del almuerzo, todo era silencio en el recinto familiar, las altas paredes del patio solo permitían visualizar el celeste cenit iluminado por el Sol marabino, y los susurros del silencio inundaban todos los espacios y rincones de la vieja casa saladillera, era entonces cuando en mi soledad solo las campanadas desde la torre del reloj de la Basílica acompañaban, en su sonatas de cada hora, mis pensamientos y juegos de niño.


José Luis Reyes Montiel.