sábado, 29 de septiembre de 2018

Lluvia gallarda e incauta.

Desde mi ventana (Foto y estudio mía).
Anoche llovió intensamente, deslumbrada la madrugada por los relámpagos de la tormenta noctambula, desperté y abrí mi ventana, el aire frío entró sigiloso y mordaz,  apague el aire acondicionado para saborear los perfumes invernales que humedecían la tierra y llevaba el viento desde las humedecidas hojas de los árboles.

Cuantas imágenes frescas y sutiles pasan por mi mente esta madrugada, mirando desde mi ventana el horizonte lluvioso, me recuesto sobre su marco y dejo mi cara al libre rubor de las pequeñas gotas espoleadas por la brisa, retomando otros paisajes y mañanas floridas, érase entonces un muchacho,  y con el Sol despuntando al alba andaba por el abrojal del patio, mis pies se humedecían del rocío impregnado en la diminutas hojas del monte, entonces las espinas, el dolor  punzaba en mis dedos y como ahora, siento su presencia y ausencia en el espacio, ahora ¡Solitario y triste! Los recuerdos se desatan profusamente y como los poemas que afloran sin cesar se agolpan deslumbrando mi pensamiento en elocuentes lagrimas, gotas apiladas del rocío mañanero y cuando niño esta imaginaria ausencia. Como los quiero ahora aquí junto y siempre a mí. Mis dos gotas de rocío.

Y aunque la vida es dura y duele, también tiene sus lugares para el aprecio de la maravilla existencial recurrente y solaz, como esta madrugada lluviosa y edificante, adornada de luces vibrantes y resplandecientes en los lejanos ecos del trueno peregrino, como tocas mi corazón y mi alma lluvia bendita, abres mi pecho en surcos como la tierra tu caudal fluyente, gallarda, cándida e incauta.


JLReyesMontiel.   

sábado, 22 de septiembre de 2018

El Maná de La Majada.

Tromba Marina llamada en nuestra región
"Manguera" sobre el Lago de Maracaibo.
Sobre el budare caliente, mamá coloca cuidadosamente seis arepas para la cena de aquella tarde de septiembre, una ventisca fría con olores de aguaceros lejanos entra despavoridamente por la puerta trasera de la casa que daba al inmenso patio, agitando puertas y ventanas, estremecido por el vendaval me levanté de la mesa, desde donde le hacia compañía taciturna a mi madre, para cerrar ágilmente, con la soltura acostumbrada, las puerta del corredor y la puerta de la cocina y demás ventanas.

De repente el sol de la tarde amilanó sus luces para darle paso a las lóbregas sombras de la borrasca, escuchándose venir la lluvia desde lejos al caer precipitada sobre los techos y enlosadas de casas y edificios de aquellas calles de una Maracaibo aún bucólica y vernácula.

Era 1969 y con septiembre llegan los primeros aguaceros de nuestro invierno regional, avivado por la solemne presencia de nuestro lago ancestral rodeado por el sur y el oriente de los muros inmarcesibles de la cordillera de Los Andes y la Serranía de Perijá, dejando en su norte y por occidente un corredor de los vientos cálidos de nuestro Caribe indiano y tropical, para gestar cual recinto geográfico el milagro incomparable del Relámpago del Catatumbo  y la muy particular climatología de nuestra región Zuliana.

Las inmensas gotas del aguacero caen tremendas sobre el tejado, silenciando las Chicharras que cantando llamaron la lluvia desde sus curules en los árboles que circundan el patio de mi casa, hay un olor fuerte a madera envejecida por la humedad, y un conjuro de sombras penetran por la ventana que abierta, una de sus alas dejé, para percibir los aires, aromas y rocío de la tempestad, mientras mamá cocinaba las arepas sobre el budare en la cocina.

El aguacero no modera sino que vigoriza su paso acompasado con los rayos fulgurosos que al rato dejan sonar sus estruendos unos cercanos otros lejanos, dejando en el cóncavo e inmenso cielo sus ecos, sonorizando el horizonte ataviado de crestas y cúmulos de grises nubes.

Llego la hora de la cena, las arepas servidas están sobre mi plato de peltre flanqueado por mi taza de café con leche, corto mis dos arepas y deslizo el cuchillo sobre el borde del plato dejando en él los excesos del maíz cocido del interior de mis arepas,  entonces con un breve desplazamiento lo deslizo sobre el polito de mantequilla marca Alfa y aplico la lactosa exquisitez sobre las cubiertas aún humeantes  de mis muy bien y perfectas redondeadas arepas.

Acto formal necesario, y preámbulo de solaces tertulias de mi madre, entonces ella comenzó hablarme de los aguaceros en San Luis y como se escuchaba el tronío de la lluvia llegando desde los hatos aledaños que lo bordeaban, desde Canchancha, Rancho Tabaco, San Jacinto, Cabeza de Toro, Ricaurte, Monte Claro Alto y Monte Claro Bajo, circundando negros nubarrones Las Peonias y más allá hasta Santa Cruz y Maracaibo de extremo a extremo, como una corona pomposa que giraba y se contorneaba al ritmo del chubasco.

Pasaba la noche en San Luis, y en la majada de la templaría estancia familiar, Corvinas, Lisas y Bocachicos adornaban la arena de sus suelos con sus cuerpecillos relucientes de plata y oro, frescos y saludables, con sus ojitos renegrios y abundantes, entonces bien tempranito, aún con el verdor del campo rociado por la humedad del aguacero durante la madrugada, los muchachos pueriles salían mandados a recogerlos para salar aquellos peces que en el día no surtiesen la mesa del almuerzo y la cena.

Milagroso resultado de la bocanada de “La Manguera” sobre las aguas del lago, maná caído del cielo en forma de peces, eran otros tiempos, años atrás, cuando la fauna piscícola lacustre era abundante, nuestros abuelos y tíos se daban el postín de comer peces caídos del cielo, resultado de la succión de las mangueras sobre las costas, que no solo chupaban agua haciéndola llover intensamente sino que también acarreaban a los incautos peces dejándoles caer sobre los patios, techos y sabanas, prodigio de la naturaleza para sustento inesperado del hombre del campo aferrado a su Rosario entre sus manos encallecidas, agrestes e inmensas, formadas por el ímpetu del arado y la pala, santificadas por su oración y constancia.


JLReyesMontiel.






    

sábado, 15 de septiembre de 2018

Semblanza de papá en septiembre.

Pascual Reyes Albornoz.
Para instruirse, lo mas difícil es aprender a leer y escribir, todo lo demás es aplicación, que la educación es del hogar.

Al cruzar la esquina de la calle 95 antes Venezuela, el giro dentro de la cabina del Cadillac modelo 1955, me tumba sobre el asiento vencido por el sueño, papá me despierta: -No te durmáis, ya vamos a llegar-, sosteniendo mi cabeceo en el soporta brazos de la puerta.

Al estacionar frente a mi casa, mi padre me lleva en brazos directo a mi hamaca en el corredor de la casa; al día siguiente desde el reloj de la Basílica de San Juan de Dios, un repicar de campanas me despierta con los primeros destellos solares de la mañana, desde la cocina, situada al fondo de la casa, los aromas del café recién colado impregnan el ambiente despejando los olores de caña brava y mangle del techado acentuados por el rocío de la madrugada.

Dentro de un plato de Peltre, dos arepas me esperan sobre la mesa de la enramada del patio, acompañadas por un pocillo con humeante y espumoso café con leche,  servido por mamá, papá se afeita sentado sobre la mesa frente a su poncherita con agua tibia donde sumerge la brocha y se la pasa por la cara, luego se aplica crema mentolada y suavemente desliza la brocha sobre su barba haciendo abundante espuma, se rasura cuidadosamente con su máquina de afeitar, ajustándose de vez en cuando sus lentes y detallando uno que otro bello facial rezagado por el paso de la afeitadora frente al espejo de mesa.

En esos años papá se hizo de mi compañía procurando su presencia a mi lado, quizás sospechaba su inesperada partida, siempre me llevada en su carro mientras realizaba su ronda mañanera a sus propiedades y demás diligencias, también solía acompañarlo para hacer el mercado semanal, una mañana mamá le dijo: -José Luis ya está en edad de ir a la escuela para aprender a leer y escribir- y papá le replicó: -todavía esta muy chiquito- y yo requetecontento.

Y por supuesto los fines de semana, sino era en casa, papá salía y me llevaba a sus reuniones entre amigos junto con mis tíos Román y Carlos Luis, una ronda que me gustaba mucho era cuando se reunían en unas instalaciones de estacionamiento de camiones y carros viejos y demás hierros y maquinarias, que tío Román tenía en unos terrenos asfaltados algo lejos de la ciudad, y yo, mientras papá se echaba sus tragos y conversaba, me dedicaba a jurunguear entre los carros y camiones, jugando como si los estuviera manejando por carreteras imaginarias, revisando además cuanto chécheres, cosas y objetos en ese lugar estaban almacenados.

Un buen día, nos mudamos de nuestra casa de la calle Venezuela, frente a la plaza José Antonio Chávez, trasladándonos a otra casa propiedad de mi padre situada en Tierra Negra entre la calle 69A y avenida 13, para entonces tenía 7 años y resultaba impostergable mi inicio escolar, tenía que aprender a leer y escribir, y mamá me inscribió con el consentimiento de papá en una escuelita llamada “Los Angelitos” situada en la misma calle de los Abastos Quintero a dos cuadras de mi casa.

Llegó septiembre y con el primer día de escuela, era de esperarse llanto o resignación, ese dramático primer día de escuela fue de llanto y carrera detrás del carro de papá, tuvo que detenerse y se regresó conmigo a casa, -Que bonito- dijo mamá al verme, y papá consentidor le replico –Es que está muy chiquito-.

De alguna manera tenían que convencerme, y al día siguiente fue mamá la encargada de llevarme de la mano a la escuela, se quedó conmigo un ratico, se fue a conversar con la maestra, mientras yo esperaba en la sala de la casa en cuyo patio se impartían la enseñanza de las primeras letras y números, yo estaba sentado sobre una poltrona escuchando un inmenso radio de madera donde sonaba “Mi limón mi limonero”.

Cuando ya entretenido, el rostro de la maestra apareció entre las cortinas que dividía la sala del corredor de la casa, y tomándome de la mano me dirigió al patio hasta la sombra de un frondoso “Níspero” debajo del cual una mesa rodeada de tauréticos esperaban el inicio de la clase del día, junto con otros infantes como yo.

-¿Y mamá?- le pregunté a mi maestra, -Ella se fue a tu casa, quédate tranquilito sentadito-, y aunque pensando en la posibilidad de correrme del sitio, el correteo de los otros carajitos y su compañía me resignaron asumir la escuela, además no tenía de otra, como resultado inapelable de la ausencia de papá, quien de seguro me hubiera rescatado de regreso a casa.

Sin embargo, a pesar de lo consentidor de papá, uno de los aspectos férreos de papá era su intolerancia de las malas palabras y groserías, le incomodaban las vulgaridades, por eso nos mudamos de El Saladillo a su casa de Tierra Negra, en aquella barriada Maracaibera era común el uso de jergas inapropiadas en el uso del lenguaje y dialecto del saladillero de calle, y dado la proximidad de las casas y sus ventanales a la vía pública, las palabrotas se dejaban escuchar con facilidad en determinadas horas del día cuando transeúntes y marchantes desfilaban frente a nuestra casa, o cuando en las noches desde la plaza situada enfrente, los zagaletones hacían de las suyas con cada palabrota que paraba el pelo.

Papá me legó un lenguaje exento de malas palabras, pero si y afortunadamente de un rico giro de aforismos de buen Maracaibero, y si una vez dije alguna mala palabra fue un mal logrado día, mientras papá descansaba su almuerzo en su hamaca a mi se me salio un "coño" ...papá me increpó: -¿Cómo dijo?- yo de majadero repetí -Coño- y desde su hamaca su brazo extendido me propinó, con sus dos dedos inmensos, indice y anular, un certero y solo garnatón sobre mis labios. 


JLReyesMontiel.