viernes, 6 de diciembre de 2013

La silla de Don Felipe.

Hoy las sillas de ruedas son un gran apoyo para muchas personas que de ellas se valen para desplazarse de un lugar a otro, facilitando sus labores diarias bien sea en su trabajo o en el hogar, sobre todo las de última generación son todo una novedad tecnológica que algunas hasta disponen de automoción, otras diseñadas para deportistas, otras con dispositivos que facilitan labores de oficina, entre otras ventajas de maniobrabilidad.

Recuerdo, hace unos años atrás, en aquellos lindos días que mi abuela mamá Carmela nos acompañó con su presencia en nuestra casa, una familia amiga envió, para el uso de la abuela querendona, un artefacto de madera que con sus dos ruedas funcionaba como silla de ruedas, pero por la parafernalia de sus mecanismos y lo complicado de su uso no resultó ser sino un   artilugio en su momento.

Total, la abuela nunca acepto trasladarse en la susodicha silla, ella caminaba para allá y para acá valiéndose de alguna persona y muy especialmente por mi madrinita mi difunta Tía Espíritu, con tal la colocaran sentadita en un lugar fresco, en su silla de Mimbre, pasaba el día feliz cantando y contando, canciones y cuentos de su querido hato “San Luis”.

A veces, la abuela deliraba en su vejez, ya con sus cien años, era comprensible sus visiones y fantasías, sobre todo cuando según ella, muy atribulada, mandaba -saquen esos cochinos del corredor- otras veces el tema era con las cabras que no habían encerrado en el corral del hato, o sobre todo cuando veía a seres queridos difuntos las llamaba por su nombre y en silencio susurraba con ellas, pues madrinita la regañaba y le decía –pero mamá si Pancho tiene más de treinta años de muerto- en fin, vivir con la abuela fue sin duda una de mis más bellas experiencias.  

La silla de Don Felipe, como la llamaban mamá y mi Tía “Negra” mi madrina Tía Espíritu, pernotaba entonces en el patio bajo la mata de Mango del ala derecha de mi casa, allí se quedó la silla, sola, triste y apesadumbrada, al mirarla, sobre todo en las horas de las seis de la tarde cuando las sombras de la noche cobijaban la estancia, una sensación de que alguien te miraba desde el lugar de la entristecida silla, entre los resplandores de la Luna al abrigo de las ramas del frondoso Mango.

El artesano que la construyó, puso lo mejor de su arte en la deslucida silla muy a pesar del innovador diseño para su momento, no era sino para pararle el pelo al más cuerdo, era toda de madera lo cual la hacía ruidosa, con el espaldar alto más arriba de los hombros, tenía en la parte de su asiento un fino tejido de eneas, igual que en el respaldo, y abajo remataba en unas tablas de madera flexionadas con bisagras para colocar las piernas que permitía desplazarlas hacia arriba y hacia abajo, a comodidad del usuario, pero que colocándoles arriba daba la impresión que el mismísimo German Monsther era el que estaba sentado en ella.

La silla de Don Felipe, sin embargo,  tuvo sus buenos momentos, cuando la muchachada, los primos, visitaban a la abuela en nuestra casa, parte de la diversión a escondidas por su puesto de mamá y madrinita, era pasearnos en la silla aprovechando el amplio patio de la casa, nos dábamos colitas, hasta que los mayores se daban cuenta y regañados colocábamos la silla en su lugar.

Así la silla de Don Felipe, se quedó como ausente durante algún tiempo bajo el árbol de Mago que estaba en el ala derecha del patio de mi casa, muy tristemente, decantando horas, minutos, segundos de soles y lunas, entretejiendo quizás sus recuerdos, pues desde el lugar donde ella se encontraba una energía emergía de su contorno, como si la presencia de su antiguo dueño te mirara.

En efecto, aquella silla era la que uso en su vejez e incapacitado para caminar, quién fuera fundador de la cervecería Regional en el Zulia, Don Felipe Amado, amigo de “papá Luis” mi difunto abuelo Luis Montiel Villalobos.

JLReyesMontiel.




    

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